La muerte de muchos personajes, que ponen piedras angulares en la historia y la cultura de los pueblos, suele estar acompañada por dramas grandes o pequeños que, frecuentemente, nos llegan envueltos con matices de leyenda. Así ocurre con Ramón López Velarde (1888- 1921), quien muere en la entonces avenida Jalisco número 71 (hoy Álvaro Obregón) como consecuencia de una neumonía y pleuresía que sufrió después de un inocente paseo en una noche muy fría en la Ciudad de México.
El crítico de teatro Buffalmaco (Jesús B. González) escribió en Revista de Revistas:
Algunas noches paseábamos por las calles de Capuchinas a altas horas, yo envuelto en un grueso gabán y con bufanda, y él sin abrigo, cuando el agua se estaba volviendo cristal al beso de la brisa del sur. Montaigne era su leitmotiv y no le importaba la línea de mercurio de los termómetros.
Pero aquella noche de La Mallorquina fue traicionado por su organismo tantas y tantas veces fiel. Día a día fue empeorando, hasta que dejó de concurrir a su oficina. Primero el diagnóstico no arrojaba deducciones de alarma. Ramón, recluido en sus habitaciones de la avenida Jalisco 71, sin hacer cama, recibía a sus amigos y charlaba de sus temas favoritos. Apenas podíamos percibir su estado anhelante.
Sin abrigo su cuerpo y probablemente también su espíritu a causa de fracasos amorosos, políticos y económicos, la enfermedad materializó la predicción de una gitana que le anunció su muerte por asfixia.
Cuenta Guadalupe Appendini que una noche, en un bar de la Ciudad de México, cuando departía con Jesús B. González, una gitana le leyó la mano a López Velarde y le dijo: “Amas mucho a las mujeres, pero les temes. Tienes miedo también de ser padre. ¡Esta línea me dice que morirás asfixiado!”.
Y en la mencionada crónica de Revista de Revistas, Buffalmaco añade:
La mañana del 18 de junio, llegué a visitarlo y lo encontré profundamente decaído. Su respiración era violenta y angustiosa. Sentado en un sillón, con la mirada triste, a mis palabras de sincero optimismo contestó mostrándome su mano larga y expresiva: —¿No recuerdas? —¿Qué cosa? — Aquello que me auguró la gitana. ¡Mira cómo estoy! Fue su último amanecer. A su madre y a sus hermanos acompañamos en aquella jornada fatal, Rafael López , Pedro de Alba, Enrique Fernández Ledesma y yo.
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